
- ESCRITOS -
VÍCTOR MANUEL
EN BUSCA DEL MÁS ALLÁ
La curiosidad, la ingenuidad o la ignorancia pueden producir estragos. Recuerdo que a mis catorce años recién cumplidos empecé a tener una serie de sueños nada normales, pero que a pesar de todo no dejaban de ser interesantes, debido a sus contenidos místicos y misteriosos.
Había momentos en que al internarme en ellos, tenía plena conciencia cuando soñaba. Incluso, tal conciencia me posibilitaba a veces la manipulación de los mismos, a tal punto que podía satisfacer mis deseos fisiológicos aunque de modo imaginario. Los deseos alimenticios, carnales y prohibidos eran satisfechos.
Este regalo de la diosa Osiris hizo que en mi vida diaria pusiera más atención a los misterios de la mente.
Me acuerdo que en ocasión alguna escuché los relatos concernientes a los “viajes astrales”, y sin ningún miedo procedí a ponerme en posición “astral”. Me tiré sobre la cama, puse la almohada bajo la nuca y descansé la cabeza con delicadeza. Estiré los brazos separándolos un tanto de la cintura, abrí las manos con las palmas hacia arriba y separé las piernas. Luego, intenté dejarme llevar. Al inicio fue tedioso por la dificultad, pero luego se tornó un poco más interesante cuando sentí la sensación de liviandad en mi cuerpo. Empecé a sentirme extraño. Había ocasiones en que detenía la práctica no sólo porque me cansaba, sino también porque sentía miedo. Recuerdo que a veces abría los ojos para cerciorarme de mi situación. Esto sucedía cuando sentía doblado mi cuerpo como si fuese una melcocha. Con los ojos cerrados creí que mi cuerpo se movía, y ante esa idea los abrí para cerciorarme. Siempre tal intuición fue equívoca. Me encontraba tal y como estaba al inicio.
“La práctica hace al maestro”, en eso estoy de acuerdo. Traspasé el sentimiento de desdoblamiento. Apreté con fuerza los ojos escuchando un silbido en mi oído, o más bien, en mi cerebro. La liviandad se convertía en
pesadez y la pesadez en liviandad, o quizá la pesadez y la liviandad se confundían, dándome la impresión de la existencia de un híbrido psíquico. Mi cuerpo estaba pesado, luego no lo encontré por ninguna parte. Mi cabeza flotaba impidiendo desprenderme totalmente del cuerpo. De repente floté, vi mi cuerpo tirado en la cama. Reflexioné, y de inmediato quise verme pero no vi nada. Al instante la confusión: ¿Quién soy yo? ¿Ése que yace en la cama o este que siente que flota? ¡De súbito el temor! Quise al momento estar en mi cuerpo, pero no sabía cómo regresar. Supliqué, imploré volver, y al agotarme, me encontré despierto como si un rayo de luz me llevara al cuerpo. Estaba temblando, sudando de miedo. Ahora me sentía completo. En ese momento era alma y cuerpo. Pero el primer susto no duró mucho en disiparse. Lo intenté de nuevo y en esta ocasión, una vez que vi el cuerpo me vi como energía, como una especie de aura resplandeciente. En cada nuevo intento iba por algo nuevo. Podía flotar sin que me importara si podían verme, lo importante es que podía sentirme. Ahora podía recorrer toda mi casa. Salir de ella, visitar el parque, ver a la gente caminar, entrar en lugares prohibidos y todo eso sin que nadie me viera, aunque intuyeran mi presencia, aunque miraran para otro lado como si sintieran una mirada que los observaba. Esas gentes que caminaban por la noche, volteaban la cabeza, hacían una leve mueca de asombro y proseguían su camino sin prestarle mayor interés a su intuición.
Lo sorprendente de tales experiencias es que eran en totalidad conscientes y casi siempre provocadas. Por lo general, dependiendo de mi concentración y de mi poder psíquico, iba donde quería o podía ir. Mas, en algunas ocasiones aparecía en lugares muy extraños para mí. Y a pesar de estar consciente de lo que sucedía, no era mi voluntad -al menos consciente- quien elegía llevarme a tales sitios. Recuerdo que en más de una ocasión viajé a través de un túnel. No podía ver nada, era muy oscuro. No podía ver nada, pero sabía que era profundo. No podía ver nada, pero lo sentía todo. Iba a una velocidad increíble, aunque nada evidenciaba que me movía. No sentía el viento sobre mi rostro, pero sabía que iba a una velocidad indescriptible, superior a lo
imaginable. Mi vivencia era anticorporal, ultrapsíquica y transcorporal. Siempre había un límite que nunca vi pero que siempre presentí. Cuando estaba frente a él retrocedía irremisible, levantándome sobresaltado.
Ya en estado de vigilia me preguntaba por qué no podía sobrepasar la frontera, y por qué sólo podía permanecer poco tiempo ante ella. Traspasar la línea era el reto más importante. Me preparaba para ello, pero de imaginar lo que me esperaba, ni siquiera hubiera hecho el intento.
Esperé el momento propicio para llevar a cabo la gran empresa. La noche no se hizo esperar. Era ella quien me aguardaba en su silenciosa soledad. Inicié el viaje. Al cabo de un rato estaba en el límite, ahora sabía que no podía ir al otro lado. Di “el paso”. El único que di. Y, entonces, el pánico, el terror y la desesperación se escurrieron tormentosamente dentro, muy dentro de mí. Me desesperé. Quise salir, pero algo me sobrecogió. Las manos magnéticas de la muerte me lo impidieron. Pensé con ingenuidad que podía regresar con sólo desearlo, como siempre sucedía. Pero no fue así. Tuve que luchar y pagué el precio de una promesa. Deseaba con desespero poder despertar y respirar. La fuerza que me agarraba era como la de un imán que me arrastraba al más allá. Retrocedí. ¡Sentí que retrocedí! Era como si subiera una cuesta empinada dándole la espalda a contra viento, llevando una carga pesada sobre los hombros. No avanzaba casi nada, y si lo hacía no sabía hacia donde iba. De repente, me encontré sudando frío y temblando de horror sobre mi cama Ahora confieso que nunca, nunca en mi vida he experimentado tanto horror como en aquél momento, después de lo cual abandoné aquellas prácticas “astrales” durante más de dos años.
ENTRE EL DELIRIO Y LA CORDURA
Al cabo de tres meses aproximadamente, luego de aquel acontecimiento metapsíquico, me sobrevino la primera secuela.
Una noche vacía y solitaria, me desperté de un salto. No es que despertara de una pesadilla. Ojalá hubiese sido eso. Me desperté porque alguien me susurraba al oído, pero ese alguien no estaba frente a mí. Ese alguien estaba dentro de mí. Yo no entendía lo que me decía. El susurro era más bien un balbuceo, por eso desperté. Mas la voz tenue no desapareció. El susurro era como una exigencia. En un inicio no le presté mucha atención, pero debo confesar que me sentía extraño, era como si viviera un letargo de drogadicción.
Fui directo al baño. Me eché agua en el rostro. Y al verme en el espejo la voz se hizo más intensa. No tuve fuerza para volver al cuarto. Permanecí en la sala y sin pensarlo escogí sentarme en un pequeño y alto banco de madera, que me había regalado mi abuelo cuando niño. El viejo banquillo apenas evidenciaba que en algún tiempo su piel fue celeste. Luego comprendí que él me llamaba. Su llamada fue un reclamo por haberlo abandonado. No sé por qué escogí sentarme en él para librar mi lucha, prefiriéndolo antes que a los dos cómodos sillones. Lo atraje hacia mí, o más bien, él me atrajo a sí.
El banquillo tenía vida. Todas las cosas útiles e inútiles habían cobrado vida y me miraban sin decir nada…sin reclamar nada. Sus miradas y sus pensamientos retornaban de mí hacia ellas y de ellas hacia mí como en “cámara lenta”.
Las miré y llegué a creer que se movían. Mientras tanto, la voz seguía susurrando, apoderándose cada vez más de mi mente. En ese instante, comprendí que se trataba de una lucha a muerte entre el delirio y la cordura.
El balbuceo era el de un niño que apenas intentaba jugar un rato con los sonidos verbales. Ese niño no estaba fuera de mí. Ese niño era yo. La lucha a muerte era conmigo mismo. Lo que se libraba era el debate entre dos épocas y dos sensibilidades de mundo: el bebé contra el adolescente, el instinto frente a la razón, el mundo onírico ante el mundo de la vigilia, y el delirio frente a la cordura.
Aquella pugna me hizo sudar frío, mis piernas, mis manos y todo mi cuerpo temblaban sin respeto alguno.
Luché con todas mis fuerzas frente a un contendiente que llevaba en mis venas, cuya arma no era más que un balbuceo monótono y sin sentido. Pero yo sabía que debía triunfar ante mi pasado, pues de caer derrotado, la condena sería la locura eterna.
Luego de un encuentro de dos horas, finalmente gané la batalla.
Hoy me pregunto cuál fue el trauma infantil que en algún momento viví. Y digo esto, porque en una ocasión, alguien me dijo que mi madre hizo mención de algo muy extraño que yo experimenté cuando era apenas un crío. ¡Por supuesto que le pregunté a mi madre!... pero ella no quiso hablar del asunto. Creo que me ocultaba algo. Lo cierto del caso es que este trauma infantil, siento que está ligado a algún fenómeno paranormal.
En ocasiones, cuando he pasado noches sin dormir bien, estoy enfermo o débil, el balbuceo lento, tenue y opaco de un niño emerge desde las entrañas de
mi mente, como recordándome que no he ganado la partida y que aún está a mi espera.
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