
- ESCRITOS -
VÍCTOR MANUEL
LA VISITA NOCTURNA
Cuando al cabo de unos años mis padres adquirieron casa propia, mi entorno se volvió más confuso.
La nueva casa era muy grande, muy abierta, muy espaciosa. Sus dos pisos eran casi dos dimensiones: el arriba y el abajo, el día y la noche; el mundo de la vigilia y el mundo del sueño se cruzaban sin respeto alguno. No había tregua.
Acostumbrado a ver las últimas programaciones televisivas al lado de mi padre -a pesar del descontento de mi madre-, permanecía algunos momentos despierto, luego de que todos dormían.
Las películas nocturnas eran las mejores. "Sólo para adultos" se leía en la pantalla pasada las 9 de la noche. A mi padre creo que le eran un tanto indiferentes tales prohibiciones. Por ello se lo sigo agradeciendo. Tal permiso era casi una bendición estética y vivencial, de la cual hacía alarde ante mis compañeros de escuela que, por lo general, estarían dormidos a esa hora, mientras yo me preparaba apenas para ver Hawai 5-0, Kojak, Baretta, y otras más.
Siempre esperé con ansias que llegara la noche, hasta que empecé a recibir visitas nocturnas.
Todo empezó cuando la madera de las gradas crujió en silencio. Parecía que alguien subía por ellas, pero con la intención de que nadie lo escuchara. Mas mis oídos estaban atentos: se detenía, aguardaba por largo tiempo, subía una o dos gradas más. Se detenía. Aguardaba por otro rato y continuaba. Su espera era cada vez más larga. Yo deseaba que terminara, que subiera de una vez por todas. La espera me estaba matando. La intranquilidad me carcomía despacio. Creo que acababa por agotarme, invadiéndome el sueño de repente.
Hubiese querido que esto acabara siempre de la misma manera, pero no fue así. Las primeras veces todo sucedía teniendo la puerta de mi cuarto abierta. No me acostumbraba a tenerla cerrada, pero la situación me arrastró a ello. Más siempre escuchaba el crujir de la madera. Y, desde ese momento, el visitante subió al segundo piso, ¡y es más! Intentó abrir la puerta de mi cuarto. Yo hacía que dormía, al escuchar con pánico contenido el forcejeo mojigato del llavín. Luego, él desistió, y se marchó bajando las escaleras con sigilo. Esto sucedió muchas veces. Tantas veces que hasta me preparé para esperarlo, guardando bajo la almohada un puñal y un revólver de juguete que podía confundirse con uno real.
Días después, mi puerta se abría, metí mi mano bajo la almohada, agarré el revólver, pero por dicha no me decidí a levantarme con el objeto en la mano. Experimenté un momento de lucidez: "Si le enseño el ‘revólver’, ¿se asustará?, ¿y si no?, ¿y si tiene un puñal o un revólver de verdad?... ¿Qué le podría suceder a mi familia?".
Preferí permanecer quieto, imbuido en terror.
Sentía la pesadez de su mirada sobre mi cuerpo que yacía inmóvil, casi sin respirar, con la cobija cubriéndome hasta el rostro.
Transcurrió algún tiempo, y de vez en cuando el visitante se presentaba después de la medianoche.
Mi miedo era extraño, lleno de valentía y de cobardía a la vez. En cuanto escuchaba el primer indicio, la cobardía me hacía ir tras la búsqueda de mi padre; sin embargo, era tan valiente como para armarme de valor, al levantarme, ante la posibilidad de encontrarme frente al ladrón anónimo que nunca robaba nada más que mi sueño. Mi padre se mostraba compasivo, intentando convencerme de que todo aquello no era más que producto de mi propia imaginación. Yo por mi parte, nunca pude explicarme por qué motivo iba a imaginarme algo que me atormentaría. La psicología actual, podría improvisar diciendo que ese acontecimiento remitía a un masoquismo psíquico inconsciente. Eso lo puedo entender, pero no comprender. La teoría a veces no es suficiente para explicar la profunda oscuridad de lo transpsíquico.
La noche más tenebrosa, llegó sin pensar en él.
Acababa de llover. Hacía frío. El abanico se movía a gran velocidad. El frío me despertó. Procedí a disminuir la intensidad del abanico. Puse mis manos sobre la cama en posición de lagartija. Escuché un leve ruido. Miré al frente -tenía la puerta abierta- y de repente lo vi. Él vio que lo vi. Estaba detrás de la ventana, encima del zinc. Permaneció extático. Era el momento decisivo. Era el momento de probarle a mi padre de la existencia de este visitante nocturno. Alcancé el puñal. Lo tomé con fuerza entre mis manos. Procedí a levantarme despacio mientras él se movía de la misma manera, muy, pero muy lento. Sus pasos hacían crujir ahora no la madera, sino más bien el zinc. Una vez de pie me encontré frente a él. Me quebré de espanto al no ver su rostro ni su cuerpo: …era una sombra negra dimensional. Abrí con fuerza y estruendo la puerta del cuarto de mi padre y le grité diciendo: "¡Ahí está!, ¡ahí está!". Mi padre se levantó de un salto. Volví mi cara hacia la ventana, pero ya no estaba. Le grité a mi padre diciéndole que el tipo debía de esconderse tras la ventana. Mi papá se asomó. Me pidió que yo hiciera lo mismo. Obedecí y de inmediato me eché a llorar con desconsuelo…No había nada.
Pero desde esa vez, el visitante ¡nunca más llegó a mover el llavín de mi puerta!
Y no fue sino hasta ayer, a medianoche, después de 20 años, que alguien creyó escuchar el llavín de aquella puerta.