
- ESCRITOS -
VÍCTOR MANUEL
INTRUSOS
Al abandonar mi pueblo natal para continuar estudios universitarios, los
gastos económicos se acrecentaron en mi seno familiar, obligándome a ahorrar
lo más que pudiera. De ahí que no importara mucho compartir el apartamento
alquilado de cuatro cuartos, con otros once compañeros que veníamos de la
misma provincia, entre los que se encontraban mi hermano, un primo y dos
amigos.
La casa, más que un apartamento, tenía dos cuartos grandes y dos
pequeños. Los más grandes estaban dentro de la casa y los otros dos estaban en
el patio llevados por un pasillo frío y sombrío. El primero de los cuartos
pequeños lo compartían mi primo y mi hermano y en el del fondo estábamos “el
loco Armenio” y yo.
Las dificultades de supervivencia económica eran nimiedades en
comparación con las que teníamos que enfrentar entre todos nosotros, y aunque
manteníamos buenas relaciones de amistad, debíamos ocultar a veces la
comida con tal de que otro no se la pasara por el esófago y; sin embargo, lo más
difícil era la pugna entre el placer y el deber.
Noches y madrugadas enteras de apuestas con juegos de naipes, fines de
semana con guaro y fines de mes con alguna invitada que se apuntaba al strip
tease, y por si fuera poco, las clases matutinas y nocturnas, las tareas,
exámenes, trabajos de investigación e innumerables lecturas, y para relajarnos,
un purillo de marihuana de vez en cuando. Y eso no era todo para mí, si agrego
los problemas teóricos propios de lo que yo debía estudiar, como por ejemplo, el
tema de la intuición frente a la razón, lo que nunca entendí a través de los
libros, pero que a mi manera elaboré a partir de una experiencia nada racional.
Debo confesar que mi búsqueda por las justificaciones sólidas, claras y
distintas de las que hablaba Descartes, se debía a mi naturaleza volátil e
irracional; es decir, por un lado quería creer en las explicaciones académicas y,
por otro lado, a escondidas, me seguía sumergiendo de vez en cuando en mis
prácticas primitivas, propias de la ingenuidad juvenil.
Recuerdo que en una ocasión casi al finalizar la clase de metafísica, me
llegaron a buscar tres compañeros de estudios y me invitaron a gastar el pago
que recibían como asistentes académicos, ¡pero debíamos hacerlo como lo hacen
los auténticos bohemios, y, a pesar de que al siguiente día debía presentar una
pequeña exposición de lectura asignada que no había terminado aún,
accedí a sus ruegos con tal de hacerle un favor a la humanidad.
A la una de la madrugada llegué casi borracho al cuarto, me senté en un
sillón antiquísimo que me había traído desde mi pueblo –y que fue parte del
primer juego de muebles que mis padres tuvieron cuando se casaron y que aún
conservo por motivos sentimentales–, y me puse a leer impulsado por el
sentimiento de culpa.
Al cabo de un rato me acuesto sin entender nada respecto de la intuición
y me preparo para realizar un pequeño viaje nocturno. Me concentro en el
espacio de la habitación. Nuestras camas están en posición de ele (L). “El loco
Armenio” ronca como siempre, con la cobija tapándole la cara.
Abro los ojos y poco a poco asciendo hasta el cielo raso, me impulso
hacia abajo –pero asciendo de nuevo. Logro darme vuelta estando arriba. Veo
todo hacia abajo. Armenio sigue roncando. Me río y de pronto aparecen dos
perritos, dos lindos cachorros cafecitos. Se mueven como buscando algo. Siento
miedo. Temo que me vean en esta posición extraña. Le hablo al loco, le pido que
despierte. No me hace caso. Continúo insistiendo. Los perritos siguen buscando
algo, esta vez buscan cómo salir. Le exijo al loco que despierte. Está por
ponerme atención, se mueve. De pronto el horror. ¿Quién estará debajo de esa
cobija? Siento que no es “el loco Armenio”. Le digo que ya no es necesario, ¡le
suplico que ya no se levante, que todo está bien! Despierto agitado.
He comprendido lo que es la intuición.