
- ESCRITOS -
VÍCTOR MANUEL
LA VIEJA Y LA MESA
De este a oeste soplaba el viento perdiéndose en el llano, y en esa ruta caminábamos al encuentro del atardecer.
El día era fresco y tranquilo, propicio para un poco de café, amor y privacidad.
A la entrada de la casa nos detuvimos bajo la sombra de los malinches. Nos miramos a los ojos. Ella sonrió. La besé. Nos besamos. Acaricié sus nalgas con la delicadeza y la precisión de un artesano de tinajas. Me tomó las manos y me dijo “aquí no”. Ingresamos a la casa mientras mis venas temblaban al ritmo del corazón. Al sonido del teléfono y con el auricular en mano murmuró: “colgaron”. Tirados en el sillón esperamos que la cafetera hirviera para chorrear el café. Pretexto suficiente para continuar lo iniciado. De nuevo el teléfono timbra, pero esta vez, antes de colgar, alguien espera en el otro lado. Verónica cuelga extrañada luego de preguntar varias veces “¿quién es?, ¿con quién desea hablar?” Y al instante el pito de la cafetera: el agua está hirviendo ¡hay que chorrear el café!
Sentados a la mesa, la muevo, o es ella quien la mueve, las tasas vibran y alguna que otra gota pringa el mantel. Ante las pequeñas manchas sonreímos, y digo “sonreímos” porque las risas brotaron cuando la segunda vez las gotas fueron más grandes, ¡pobre mantel!
Mas el tercer movimiento era ya una necedad “¿pero que por qué la muevo?, ¡já! ¿Ahora soy yo quien la mueve?, ¡yo no he movido nada!, ¡ni yo tampoco, lo juro!”
Silencio profundo. Parece que nadie miente. La confusión brota y se interrumpe cuando la mesa se mueve más fuerte. Miramos alrededor, puede que esté temblando, pero lo único que se mueve es la mesa…las tasas, los platos y los cubiertos. Ella me mira pidiendo ayuda con los ojos bien abiertos. Me contengo, me domino y le sonrío y contribuyo con el devenir. –“¡Soy yo quien la mueve! Solo quería asustarte”.
No me cree, pero quiere creerme, y de repente, el maldito teléfono suena otra vez. Pero ahora es la voz de una vieja que pregunta con ironía, “¿estás bien Verónica?”, precedida de una carcajada de hiena.
Era el momento de optar por la huída, pero las piernas tensas y temblorosas no nos responden y como en “cámara lenta” reprimimos las ganas de correr despavoridos.
En realidad era un tanto ridículo que los vecinos nos vieran correr como locos a eso de las cinco de la tarde, cuando ellos, con las sillas afuera, disfrutaban del atardecer.
Lo más curioso que completó el acontecimiento fue la versión de la mejor amiga de Verónica, quien nos contó que telefoneó ese mismo día en dos ocasiones entre las cinco y las seis de la tarde y que una anciana respondió con cortesía que habíamos salido a pasear. Pero nadie compartía el aposento con Verónica y eso lo creíamos saber los tres.