
- ESCRITOS -
VÍCTOR MANUEL
La Mirada cuasi-abstracta*
Creía haberse librado de la mirada de Dios; pero ahora era consciente que en todo lo que hacía sentía la mirada de los demás. Pero había algo más: Descubrió, después de tantos años, a edad madura, una verdad que yacía camuflada en los pliegues más ínfimos de su ser.
Una día fresco y tranquilo, a las seis de la mañana, entre dormido y despierto (duerme vela o estado Beta) se imaginó en la base de la pirámide de Keops siendo visto por las miradas maravilladas de los demás, y fue en ese momento que al preguntarse por qué debía importarle las miradas de elogio de los demás, que se dio cuenta que todo lo que en el pasado se imaginaba a sí mismo en otras actividades, situaciones y estancias, estaban los otros con su miradas de elogio o envidia, aprobación o rechazo, críticas o burlonas. En toda situación en la que se imaginaba comprando lo que fuera, estrenando esto o lo otro, disfrutando aquí o allá, estaban aquellas miradas abstractas.
Luego de ese descubrimiento, se imaginó adrede en otras situaciones hasta descubrir que aquellas miradas no eran tan abstractas, pues eran las miradas de muchos de sus conocidos: de su mujer, de sus familiares, amigos o colegas, es decir, que eran miradas de seres concretos. Sin embargo, también debía reconocer que el problema se complicaba aún más.
El que las miradas pertenecieran a seres concretos no era suficiente para considerar que tales miradas fueran concretas, puesto que dicho sentir reposaba en la imaginación: Él se imaginaba visto por miradas concretas, lo que significaba que eran cuasi-miradas. Y si todo se daba en la imaginación, la única mirada posible era la de sí mismo, que se imaginaba imaginándose, mas esta imaginación era fluctuante y difusa, fruto de la inestabilidad existencial entre los cercanos. No digo ahora entre los demás o entre los otros, sino más bien, entre esos cercanos imaginados, con nombres y apellidos, lo que no les hacía indiferenciados, puesto que no les resultaba indiferente, sino todo lo contrario; y que, precisamente por no serle indiferentes, recurría al autoengaño de proclamarse a sí, mediante una interrogante falsamente admirada, que se decía “¿por qué aparecen ellos en mi imaginación si me son indiferentes?
En realidad, por no serles indiferentes es que deseaba que sus miradas le fueran indiferentes; tanto las miradas negativas como las positivas, pero en especial las primeras dependían del “¿qué dirán?”; y quizás no se libraría jamás, precisamente de esa dependencia enajenada.
Así, se libró de la mirada absoluta de dios para caer en la mirada relativa, cuasi-abstracta de “los cercanos”, que vivía y tomaba fuerza gracias a su propia mirada sobre sí mismo mediante su imaginación.
Antes de irse a la tumba, reconoció que la mirada más ingrata de todas, siempre fue la que tuvo sobre sí mismo; esa mirada insatisfecha, permeable, delicada y traidora.
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*. Víctor Manuel (AD)