
- ESCRITOS -
VÍCTOR MANUEL
LA INICIACIÓN
Cuando se vive en un pequeño pueblo, solitario y vacío, cualquier
novedad puede devenir en acontecimiento, más todavía cuando se está poseído
por un sentimiento complejo y extraño.
Haciendo memoria, tenía 13 años cuando mi impaciencia por penetrar en
los indescriptibles senderos oscuros de la mente, me desbordó de repente.
Ya no eran suficientes las hermosas noches estrelladas en las que pasaba
al lado de mi maestro, teorizando acerca de los fenómenos anormales que
rodeaban nuestro mundo.
Mi tío Luciano fue mi primer y único maestro, quien habiendo
estimulado las inquietudes desde mi primera infancia, seguía llenando mis
ansias cognitivas. Siendo diez años mayor que yo, ponía en mis manos el
Discurso del Método y las Meditaciones Metafísicas de René Descartes: obras
que él estudió en los cursos de Humanidades. Estoy seguro de que si él me
hubiese confesado que tales libros se estudiaban en la universidad, le hubiera
entrado un tanto temeroso, pero por dicha no fue así, sino todo lo contrario; los
leí tranquilo comprendiéndolos a cabalidad.
“Vós que estás tan interesado en la existencia de Dios, en la cuarta parte de
este libro podés encontrar cosas interesantes”, me dijo.
De inmediato procedí a buscar la cuarta parte, que trataba sobre la
existencia de Dios y del Alma. En aquel momento, quizá lo más interesante
era todo lo referente al alma, pues yo tenía un alma que estaba prisionera en
un cuerpo. Me di cuenta de eso después de husmear entre la biblioteca de mi
padre, donde encontré los Diálogos de Platón.
El nuevo libro era misterioso: estaba lleno de polvo, sepultado entre un
centenar de otros viejos libros que, sin embargo, no eran tan antiguos como él.
Sus hojas amarillas de papel periódico lo impregnaban de un aroma único. Yo
estaba encantado con tenerlo entre mis manos. Siempre buscaba el lugar más
oportuno para leerlo, y aunque en un pueblo tan limitado como el mío no había
muchas opciones, el lugar más apropiado que existía era “el parquecito del
hospital” que no era muy visitado, a excepción de algunas parejas de
enamorados o de algún grupo silencioso de fumadores de marihuana, y este
lector extraño y solitario. Solitario con un faro de opaca luminosidad, y extraño
para todos los transeúntes que veían a un adolescente a las once de la noche
con un gran libro que bien pudiera confundirse en la lejanía con la Biblia.
Cuando llegué al último capítulo de aquella edición, que versaba acerca
del misterio que devela Sócrates sobre la ciudad perdida de la Atlántida,
abandoné mi actual aposento de lectura, para ir en busca de “la cueva” donde
hablaba con mi maestro sobre los misterios de nuestro mundo.
Una vez que vi a Luciano, sacamos las mecedoras –hechas por mi abuelo,
el carpintero y forradas con cuero de chancho i – a la acera que daba a la calle
de cascajo, frente a un lote vacío lleno de monte, equipándonos como siempre de
algunas sábanas que nos protegían del frío y de los zancudos.
La noche era gloriosa, como todas aquellas que escucharon nuestras
incertidumbres. La luna llena liberiana nos abrigaba con su manto blanco y
sereno. Los sonidos naturales de los grillos y de las aves nocturnas, así como el
mugido de algún buey, armonizaban con el silencio sepulcral de la oscura
noche.
En aquel momento, las historias de brujerías, hechizos y maldiciones, así
como los relatos acerca de la telepatía, la hipnosis, el magnetismo y la
telequinesia, al igual que todos los otros fenómenos paranormales que
habíamos ojeado meses anteriores en revistas panfletarias nada serias,
quedaron sepultadas casi en el olvido frente a una obra maestra que nos
hablaba en términos filosóficos, no sólo de un misterio revelado por un egipcio,
sino también de la teoría de la transmigración de las almas e indirectamente de
la reencarnación.
Luego de esa gran noche, sentí que mi destino era sumergirme en las
aguas del misticismo. Labor que llevé a cabo con gran empeño y con una magna
ingenuidad que me costó casi la cordura. Durante algún tiempo, abandoné las
prácticas “astrales” por cobardía; sin embargo, la energía vital que yacía en mí
estaba muy lejos de erradicarse.