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LA CULTURA DE LA SOLEDAD
 
 

 

La cultura de la individualidad. La cultura de la soledad. Destinados a estar solos. Destinados a morir solos.

 

Inmersos en la cultura que condena la necesidad de compañía, nos lanzamos al estoicismo de la soledad. La cultura nos empuja a ver como una virtud la soledad. Pero nos sentimos tristes. Queremos destruir el sentimiento de soledad con la compañía, mas no daremos el primer paso. Deseamos que sean los otros, “los más débiles”, quienes den el primer paso, el segundo y el tercer paso, y tal vez así, luego de un constante ruego, ofrecer la dádiva de nuestra presencia. Mas todos pensamos igual, la patología social es compartida. Y sin embargo, estamos a la espera de que alguien se atreva a implorar lo que tanto soñamos.

 

Asomamos nuestros rostros por las ventanas, viendo a los demás cuando no nos vean. Y si alguien nos atrapa infraganti, nuestra mirada  nostálgica se transmuta al unísono en indiferencia: hemos desarrollado con gran entrenamiento esa artimaña.

 

Alguien denota una mueca de sonrisa, y al no ser correspondido, su mirada cabizbaja se desplaza con disimulo hacia el horizonte. El carencial se marcha, mientras el orgulloso imbécil desea otra oportunidad. Uno marcha siempre solo, y el otro permanecerá siempre solo.

 

La recompensa es siempre esa soledad que lastima y oprime la respiración. Somos consecuentes con la cultura que no da más recompensa que la añoranza traicionada.

 

Los hijos abandonan a sus padres, porque han sido educados para el egoísmo. Unos y otros morirán valientes y orgullosos. Y solos.

 

El gran Estado encierra a sus viejos cual máquinas antiguas, anquilosadas. Y esos jóvenes infectados por el virus de grandeza son las futuras máquinas obsoletas.

 

Todos podrán tener grandes cosas, pero no con quien disfrutarlas. El disfrute es silencioso: Solos frente a las imágenes en movimiento. Solos ante una vaso de licor. Pasearán solos con sus mascotas. Solos transitarán en sus relucientes automóviles. Con bolsas repletas saldrán de las tiendas con la ficticia euforia de la compra lograda. Creerán ser dichosos, pero no tendrán con quien compartir su dicha fallida. Y volverán solos a sus rascacielos. Calentarán sus comidas muertas en el microondas. Y perderán su mirada solitaria en la inmensidad de la gran ciudad. Desde lejos verán las diminutas e impersonales luces: vestigios de deseos insatisfechos.

Finalmente, morirán solos en sus aposentos, pero habrán cumplido con la exigencia no explicitada de la cultura.

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