
- ESCRITOS -
VÍCTOR MANUEL
LA GÜIJA Y LA LLUVIA
¿Cómo negarme a jugar lo que ella quisiera, si aquel pequeño cuerpo me traía loco de lujuria? Sus pequeños senos contrastaban con su grande y empinado trasero y con sus piernas robustas y fuertes. Piel trigueña, colochos largos y castaños. Pies pequeños y traviesos. Juguetones gemidos. Respiración alocada y profunda. Conversaciones inteligentes e interesantes me llevaron a complacer sus curiosidades. Quería jugar conmigo. Sólo a mi lado sería capaz de husmear en lo prohibido. Yo sabía que el juego acompañado del vino precedería al sudor y a los jadeos. Mientras más pronto la complaciera, lo esperado llegaría.
Trae una pequeña caja, vieja y polvorienta. La abro. Es “La Güija”.
Yo nunca la había jugado pero siempre quise hacerlo. Creíamos conocer cómo se jugaba y, las indicaciones hechas a mano, corroboraban lo supuesto. En apariencia todo aquello fue hecho por su bisabuelo, un marinero puntarenense deseoso de comunicarse con sus ancestros italianos. Procedimos a prepararlo todo. Tiramos unos almohadones en el suelo y nos sentamos en ellos. En el medio una pequeña mesita alargada. Las copas de vino al lado de cada cual.
Con las yemas de nuestros dedos tocamos con levedad la aguja. En la parte superior del juego estaban plasmadas las letras del abecedario; en el lado inferior, los números del cero al nueve; a un costado, simplemente dos opciones: sí y no, y más abajo, la palabra adiós. Había que empezar, y sería yo quien llevaría la batuta, como era de sospechar. Dije algunas palabras respetuosas y temblorosas. Casi pedí perdón por la osadía. Solicité que si alguien quería comunicarse lo podía hacer. Breve silencio y luego un escalofrío por nuestros brazos. Nos miramos con cierta incredulidad, pero nos dejamos llevar. La aguja daba un sí.
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¿Cuándo te fuiste de aquí? –pregunté.
De inmediato nuestras yemas buscaban el número 1, luego el 9, el 2 y por último el 3.
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¿Cómo te llamas?
Seguimos el movimiento hasta completar el nombre: José Armenio Villavicencio mi hermano me tiró al guindo “agua” le dije me miró y se fue. Ella me clavó su mirada pálida y suplicante, quiso quitar sus manos, moví con negativa mi cabeza... Yo sabía que no podíamos terminar así. Apresurado expresé que era nuestro deseo que él estuviera bien, y profeticé que todo se arreglaría. Esto último no sé por qué lo dije, quizá era para terminar cortésmente lo que habíamos empezado. Le di las gracias y me disculpé por terminar así. Luego le dije: “adiós, José Armenio”. Nuestras manos estáticas imploraban un movimiento. Los segundos fueron eternos, acompañados de un silencio cómplice. José Armenio Villavicencio no respondía. No quería despedirse. Lo sentíamos ahí, cerca de nosotros, como pensativo. Quizá nos miraba. Su tristeza y resignación eran fuertes, pero más aún nuestro pavor. Era un buen hombre, su compasión movió nuestras yemas a un adiós. Por fin terminamos. Nos miramos de manera nerviosa pero con intensidad. Ante tal acontecimiento cualquier cosa podía suceder… menos jadeos y gemidos, y medio derrotado, yo también quería huir tras algunas cervezas, pero esta vez a mi apartamento… para concluir “el juego”.
ö
A la semana siguiente, invité a uno de mis compañeros de apartamento a jugar la güija, precisamente a ‘Osbourne’, quien se jactaba de más temerario.
Luego de dos tragos de Cacique (1) emprendimos la tarea. Mas recién iniciado el juego, me miró con sus grandes ojos redondos y, como espantado, me dijo que ya no quería continuar. ¡Y esto a pesar de advertirle que no podíamos retirarnos sin antes cerrar el episodio como se debía! El magnetismo que sintió en los dedos, hizo que se desprendiera como un cobarde de la aguja de manera instintiva.
Con cierta rabia y nerviosismo –por lo que implicaba el no seguir las reglas–, me disculpé por la falta de respeto de mi amigo, y concluí solo. Días después, apareció lo que presumí sería la primera secuela de aquel momento.
A eso de las tres de la tarde llegué al apartamento, luego de unas clases matutinas. Me preparé algo de comer, y al cabo de un tiempo me senté en el sillón para escuchar relajado la caída de la lluvia. Estaba solo. Encendí la radio y busqué la emisora de música rock. Decidí buscar una cinta para grabar alguna pieza. Al cabo de un momento, ¡la introducción a “escalera al cielo”, de Led Zeppelín!, apreté de inmediato la perilla y mientras terminaba la pieza, me fui a chorrear un poco de café.
Al regresar, retrocedí el casete y procedí a borrar un anuncio publicitario que se me había escapado por no estar atento a la conclusión de la tonada.
Rebobiné nuevamente la cinta con el propósito de escuchar la canción en su totalidad y dejarla lista para otra grabación, pero antes de apagarla en el momento correcto, me sorprendió la nitidez y la fuerza con que se había grabado el sonido de la lluvia, más aún, cuando la transeta (2) era pequeña y con un solo parlante. Incluso, daba la impresión de que se hubiese grabado al aire libre, y lo que es más, el sonido de la lluvia no era la caída relajante que yo había disfrutado, sino más bien, la descripción de un torrencial –con truenos y todo– que parecía alejarse paulatinamente. Lo más curioso y espantoso, fue cuando el sonido lejano me llevó a escuchar el respirar profundo y grave de algo o alguien que parecía agonizar. La perilla se disparó al terminar la cinta. Quedé atónito por un buen rato. No sabía qué pensar. Era de día. Llegué a creer que todo aquello era fruto del juego inconcluso. Miré la güija que estaba tirada en una esquina. “Debo devolverla o tirarla, ¡ni siquiera sé por qué me la traje!” –pensé. –“¡Esto debo de acabarlo de una vez por todas!” –murmuré.
Me sentía fuerte e intrépido... era de día. Preparé de nuevo la cinta para grabar las respuestas a las interrogantes que le plantearía al espíritu. Le pregunté quién era, cuándo y cómo había muerto y cosas por el estilo. Rebobiné el casete y esperé las respuestas. Pero sólo escuché mi voz y el sonido de la lluvia que no tenía por qué haberse grabado, pues ya había dejado de llover. El punto es que, movido por mis impulsos nada inteligentes, había sobregrabado en la prueba que le presentaría a mis compañeros. De hecho, ¿quién me iba a creer que en aquella segunda grabación, el sonido de la lluvia era de otra lluvia?
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1. Guaro, licor nacional elaborado con la caña de azúcar
2. Radio grabadora.